viernes, 5 de junio de 2020

Diario de un taller 4

Algo mutó, algo cambió. Pudimos salvar cierto momento de angustia narrando los alrededores, pero algo se enquistó, algo se nos metió. Podríamos decir de forma literal, el virus, el miedo al virus. Una de las chicas nos manda el certificado de riesgo de Covid19 del novio, al que se lo llevan por la madrugada, y ella queda encerrada en su habitación y su padre (población de riesgo) en la suya. A los dos días dice que dio negativo, pero que no puede participar del taller, necesita "bajar". Fue esto, o la intuición que esto pasaría, pero no solo. Un tono menos festivo, aunque más sensible, cercano, empezó a emerger tanto en textos como en el intercambio zoomero. La crónica mutó al ensayo, el sueño, la carta, la fabulación. Algo que si bien fue propuesto, tomó nuestro espíritu. 

(...)

"El bicho está entre nosotros", escribe un errante. Finalmente, luego de meses de una espera que devino extrañamiento de(l) todo, "la porquería está cerca". Por diferentes frentes el virus aparece. Conmoviéndonos, mas por un movernos colectivamente (co moverse) que por sorpresa alguna. Un cambio de fase en un mismo "tratamiento". Si hablábamos de lo bien que nos hacíamos en la espera. De la necesidad de la escritura y el encuentro en el encierro. Ahora, cambiamos el switch sin abandonar el carroza. Dejamos El desierto de los tártaros esperando un enemigo que nunca llega a Casa tomada, moviéndonos ante una infección que parece tomarlo todo. El taller ha sentido ese cambio. Y se han activado ademas de alertas los propios escribas. Los que antes requerían lecturas, consignas semanales. Ahora ya no hace falta. La escritura sale, circula, se amontona. Entre la practica, y la angustia. Entre un oficio que empieza a incorporarse a una necesidad que rompe la cautela y abre juego y fuego. Los problemas ahora son otros. Comenzamos a hablar de estilo, de las derivas y reagrupe de ciertos materiales. La maquina ya está andando. La del taller, la de cada quien.

SR

jueves, 4 de junio de 2020

La lista de mis sueños

Cuando era chica, me decía a mi misma que a los 25 años seguro ya iba a tener mi vida resuelta: iba a estar recibida de una carrera universitaria, iba a tener mi casa, mi auto y seguramente para esa altura ya hasta hijos. Creía firmemente que si ordenaba mis metas por año, en una lista, todo iba a ir bien. Inocente palomita.

Cuando cumplí 15 años, empecé a notar que no era tan fácil resolver algunas cosas. Me quedaban tres años de secundaria, tenía que apurarme a elegir entre el abanico limitado que me ofrecían mis padres: "tendrías que ser médica o estudiar abogacía, los abogados ganan mucha plata" me decía mi papá. Como era la primera de sus tres hijos en ir a la universidad, mis viejos no conocían mucho ese mundo, pero estaban seguros de que tenía que elegir algo que me diera mucho dinero.

Ya con la medalla de graduación encima, tras haber sido el mejor promedio por 6 años de secundaria, ahí estaba, el último día de inscripciones al CBC, terminando de firmar los papeles.

Había idealizado y dividido las materias por año para recibirme en los tiempos correctos y hasta en menos: tras cinco años según mi plan, sería una flamante abogada penalista. Defendería a la gente sin recursos, de eso estaba segura. ¿Cómo iba a lograr ganar mis millones? Todavía no lo sabía.

Todo funcionaba a la perfección, las materias me encantaban, tenía hasta un grupo de amigas con las que habíamos planeado, al recibirnos, abrir un estudio juntas. Mi mamá estaba feliz, estaba cumpliendo el sueño que ella no pudo cumplir, era una especie de orgullo familiar, como un diploma que se lo pegan en el pecho y se lo muestran a todo el resto de la familia.

Para el año siguiente si todo continuaba bien, me iba a mudar a Capital, para estar cerca de la facultad, y quizás hasta me regalaban un auto. Algo chico pero cómodo, para viajar más rápido los fines de semana, hacia casa, donde seguro me iba a esperar mamá con su pan lactal casero y papá con sus mates semiamargos lleno de las hierbas que usa la gente de su edad. Pero todo lo que había planeado mi cabeza, se fue cayendo lentamente. En junio del mismo año de comenzar la carrera, mi mamá fue diagnosticada con cáncer de pulmón.

Un cáncer no tan estudiado según los médicos, que avanzaba a pasos agigantados, y para diciembre de ese mismo año ya se había llevado su motricidad y su independencia.

Entre la enfermedad de mi madre, el largo viaje, y la cantidad de información que debía absorber, se comenzaba a romper mi lista.

Ya no iba a tener ni departamento en Capital, ni auto chico pero cómodo, ni tampoco tiempo para estudiar. Con papá insistiendo que comience a trabajar, los planes empezaban a fallar.

Junto con la enfermedad de mamá y la falta de su voz guiándome, empezaron a llegar los cuestionamientos. ¿De qué me sirve estudiar derecho, si lo importante es salvar vidas? Decidí que tenía que estudiar medicina, tenía que ser oncóloga. En medio de la pesadilla me inventé un mundo paralelo, donde seguro yo iba a poder resolver lo que los médicos de mí mamá no podían.

Con metástasis en todo su cuerpo, poco a poco desistí a ser una brillante médica. Solo tenía la fuerza para trabajar en las seis horas de monitoreo de cámaras, estar en casa cuidando de mamá y el tiempo restante, era ordenar mi cabeza para poder volver a rearmar mi lista, cada vez más gastada, cada vez más rota.

Me propuse estudiar fotografía. Mi papá me odio tanto, que no me habló por una semana. "Como vas a cambiar abogacía por apretar el botón de una camarita" me decía. Él ni siquiera sabía que ya había caminado por tres carreras en mi mente.

Para este tiempo, mi mamá en su cama, me hablaba de lo importante que era elegir lo que a uno le gustara de verdad: "estudiá lo que vos quieras hija, yo voy a estar feliz igual". Grabé tanto esas palabras en mi mente...

En el comienzo del invierno de aquel 2015, su corazoncito dejó de latir. Fue como si todo de repente se pusiera gris. La casa vacía, el dolor. ¿Cómo seguir? Tenía 20 años y no sabía ni siquiera viajar sola en colectivo. No sabía tomar mis propias decisiones, ella siempre las había tomado conmigo. Resolvía todo lo que yo no podía resolver. Se encargó de acomodar absolutamente todo para cuando ella no estuviese, pero aún así, eso no reemplaza su ausencia.

Bastó un año entero de concurrir a terapia, e intentos fallidos en carreras erróneas -un año en ingeniería industrial, una inscripción a administración de empresas y otra a enfermería- para darme cuenta que no estaba haciendo nada de lo que quería. El tiempo seguía pasando y yo tenía que cumplir con mi lista. Así que volví a retomar abogacía.

Otra vez el código civil, otra vez las largas clases repletas de palabras que no entendía, mientras dibujaba mandalas en el borde de mi hoja. En los parciales me fue bien. En principio era algo que conocía: si bien me había cambiado de universidad, las materias eran las mismas. Lentamente la lista comenzaba a funcionar de nuevo. Había pasado casi todo un cuatrimestre, derecho penal era la única materia que me costaba, por momentos eran los gritos del profesor lo que me desconcentraba, por otros momentos el sonido de sus botas tejanas contra el piso, y en otros, simplemente no sabía si quería estar ahí. No podía pasarme de nuevo, otra vez el cambio de carrera, ¿que había hecho mal?.

Si ustedes están estudiando derecho por la plata, déjenme decirles que van para atrás muchachos, si tienen otra carrera en mente, les aconsejo que se levanten y se vayan, porque acá si no sos apasionado no servís”. Gracias Doctor parecido a Burlando, fue un placer conocerlo.

Dejé ese mismo día que el cuatrimestre siguiera su curso, pero ésta vez me había bajado de toda intención de remarla. No sabía qué quería hacer exactamente, pero de todo el abanico que ahora sí conocía, ser abogada no era lo que yo quería. No iba a pasar mi vida detrás de expedientes, corriendo con audiencias, aparentando algo que no era. Mi pasión iba por otro lado.

Este año cumplo 26 años, todavía no tengo auto, sigo viviendo en la casa de mis padres, no tengo hijos, pero por primera vez en años, estoy estudiando la carrera que realmente me gusta. Ya no divido las materias por año para recibirme más rápido, ni pienso en cuánto me falta, ni en la plata que mi carrera me podría dejar. Pasaron varios años del sueño frustrado de ser abogada, mi papá todos los años me sigue preguntando como se llama mi carrera. Y mis amigos aún no pueden creer que haya permanecido en una misma carrera por más de dos años.

Nada de lo que estaba en mi lista salió como lo esperaba. Si pudiera mirarme diez años atrás, rompería esa lista en miles de pedazos, me abrazaría para darme la fuerza que voy a necesitar, y me repetiría una y mil veces que no siga la voz de los demás, que no soy un prototipo a realizar las metas que otros no pudieron cumplir. Soy yo misma, y tengo mi propio camino. Y que está bien. Todo va a estar bien.

Gasté mucho tiempo pensando en cómo sería mi vida si aquella lista se hubiera concretado. Pero ya no me importa. Ya no importa ni la lista, ni la plata ni el tiempo. Porque total, cuando menos lo esperas se viene una pandemia que te encierra en tu casa por meses y te hace empezar todo de nuevo. Te agarra sin un mango, en el mejor de los casos en un techo y comida calentita. Ultra afortunado si conservaste tu laburo.

En este momento, lo único que deseo es poder seguir viva, es la primera vez en mucho tiempo que no quiero irme. Quiero volver a abrazar a mis amigos, pisar las aulas de esa universidad que quiero tanto, llevar a mis perras a correr, viajar al campo con mi familia. Acariciar todas las plantas posibles, tatuarme con mi viejo “yo sobreviví al coronavirus” y perder el miedo a subirme a un colectivo. ¿El resto? No lo sé y tampoco me preocupa demasiado.

Flor Baez

martes, 2 de junio de 2020

Cien días

Pasaron varios días en los que decidí no escribir, ni leer, ni nada. Solo el tiempo que puedo, dormir, aunque eso me traiga discusiones con mi compañero que se enoja y me dice que es una pérdida de tiempo. Y no lo entiendo, porque se enoja por el tiempo que pierdo. Si no pretendo ganar más, y yo pienso todo lo contrario. Y defiendo mis ganas de dormir y descansar mis sueños, sin que se acerquen a esta pesadilla a la que me hicieron parte. De la que no entiendo mucho cuál seria mi parte funcional. Más que sufrirla y no elegir, la aborrezco, no solo por quitarme pasos dentro del camino infinito, que me sacan de la rutina. Cuando quiero salir de mi burbuja y ver qué pasa con la vida de los sobrevivientes. Siento que las herramientas que me dan no me defienden, porque no sé si estoy demasiado lista para pelear con todas las enfermedades que me generan estar encerrada conmigo misma. Sino ¿de qué debería defenderme? ¿Acaso no me creo responsable de poder salvarme? ¿Quién será este enemigo? Mi conciencia. Que debería funcionar de forma totalitaria y hacer fusión con la razón, armar trincheras internas que me hagan inmune a esta enfermedad, en caso que me visite el miedo y destruya todas mis defensas. Mientras pienso en que los días, sean el único remedio para salvarme, siento una ambigüedad que me irrita. Quiero salirme de esta rueda que nos hace girar. Estoy mareada. Ya no quiero creer que soy afortunada, porque de fortuna no supe nunca. Tampoco privilegiada porque no tengo ventajas si me alcanza la muerte. Decido dormir el tiempo que pueda y no abrirle la puerta al miedo y que se instale como un huésped que no es bienvenido. Y me moleste toda su estadía, a su ordenanza, amenazados de que la libertad de ser cuerpos vivientes, sociables y empáticos será letal. Y no podría salvarnos ni siquiera el amor porque ni en agonía podríamos abrirle la puerta y abrazarlo.

Pero lo que me puso más triste es darme cuenta que todo eso que escribo y pienso todo el tiempo, es todo lo contrario de lo que hago. El miedo entró de a poco en mi. Dejé de ir a ver a mi madre, porque transportarse hasta su casa implica viajar en transporte público. Y como según las estadísticas soy casi pobre, lo único que manejo es la tarjeta SUBE cuando la sacó del bolsillo para viajar. Quizás eso fue lo que empezó a ponerme así, en este estado de soledad interna, con la que peleo aunque sea haciéndole frente con pensamientos rebeldes y sueños más largos. Dejé de hacer pan casero todos los días y cantar canciones fuerte. Limpio dos veces a la semana, como si sienta que así el virus no se anime entrar a casa. Le tiro al compost todo los días y lleno mis botellas de plástico. Como si con todo eso estaría a salvo, entre la guerra de los que creen y los que no, decido ser de las creen. Pero de las que creen en su conciencia, en descansar la mente de tanta mala palabra, de cerrar los ojos y no ver a los míseros desclasados que deciden siempre avanzar sin mirar a los costados. Golpear ollas en vez de llenarlas, quejarse de los que hacen y no hacer nada. Decido ser de las que creen que hoy el tiempo es conmigo, a mi ritmo. Decisiones y creencias. Cuidarme para cuidar a quien me dio la vida sin saber que hoy yo podría salvarla. Que mi cansancio maternal sea la fortaleza que me falta para sobrevivir un día mas. Inventando juegos con cualquier cosa para entretener a Lisandro y quedarme más horas sentada hablando con Mariano, sin preocuparme si hace la tarea, pero sí como se siente con la incertidumbre y el adolecer. Atender videollamadas de mi familia y vernos un rato. Hablar horas por mensajes, con caracteres interminables, con amigos en redes sociales. Salvarme los sábados escuchando otras historias de compañeros que resisten conmigo, sosteniéndonos con salidas imaginarias, de puertas que abrimos un ratito para ver realidades diferentes a la que tiene cada uno. Y así sostener la cordura y distraer un poco a la incertidumbre, que muchas veces parece que crece más que las estadísticas de pobreza, que ensanchan la brecha de la muerte. Elijo creer en el tiempo, en el que cada uno elija, desde la conciencia hacia la salvación o hacia la misma muerte, desde el privilegio o la desdicha, quién sabe.
Analía Delgado

sábado, 23 de mayo de 2020

El desierto

Emano suspiros, inhalo y exhalo casi bruscamente por la nariz y la boca, así son mis suspiros en estos días de cuarentena ¿Suspiros de qué? me pregunto a mi mismo. De tanto ver y pensar me respondo también. Y todo eso que veo y pienso, genera algo que trato de aliviar con suspiros, que a veces creo son el llanto manifestado en estado gaseoso.

Veo al salir de mi trabajo, a la seis de la mañana, los muchos y precarios puestos de nailon y palos, escasos de humo, brasas y masas, en los 22 kilómetros que hay de General Rodríguez a Pilar. Y pienso en sus vendedores y clientes, en cómo llevaran la cuarentena en sus casas.

Veo informes en las redes sociales de como los animales aparecen mientras los humanos nos encerramos, de como el aire se limpia mientras no estamos. Nuestro cautiverio es la libertad de otros, nuestra poca interacción con el medio ambiente mejora el aire de todos. Y pienso en como el mundo mejora con nuestra ausencia, y me pregunto ¿por qué no hicimos todo eso en nuestra presencia?

Veo a Wanda en la tapa de una revista cholula, mudarse de una mansión a otra para refugiarse y decir “El virus me enseñó que puedo vivir con menos cosas” y pienso, “Ojalá aparezca un virus que enseñe a los pobres a vivir con mas cosas”.

Veo por la ventana del departamento que alquilo, la que da al frente y me asoma al mundo cercano que antes recorría libremente. Y entre tanto ver pensar y suspirar, una escena me sacará de ese llanto sin lagrimas, me arrancará una media mueca ascendente en mi lado izquierdo del rostro.

A paso firme y en línea recta veo al vecino de enfrente emprender el camino hacia el almacén que está a dos cuadras ¿Militar o de alguna fuerza? No, anda en muletas, se quebró. Por una reciente lesión que al parecer es en el tobillo, luce una bota de yeso blanca que no supera la rodilla y encandila como la nieve en día soleado. Claro, en la situación de reposo en que se encuentra y encima en cuarentena, es lógico que ese yeso no se ensucie y nadie lo firme. No sale y nadie lo va a visitar, al menos hasta ese día.
Eran casi las seis de la tarde, cuando apareció la Zanellita fuego, mal pintada con anti oxido gris. Montada por un albañil que lucía unas Topper de lona blanca, un pantalón Jean de extraño color ¿Grisáceo, azulado? Y una gorra puesta al revés que no terminaba de aplastar unos rulos llenos de cemento, o cal. Un compañero de obra o un amigo que decidió caerle de visita al enyesado.

Dicha ocasión debía celebrarse. Y el lesionado anfitrión decidió agasajar al visitante, posando un grabador sobre un vacío balde de pintura de veinte litros. En el frente de la casa, con un alargue desde adentro y dos sillas de caño con visible goma espuma brotando por los respaldos. Sacó de una bolsa transparente un CD, y le mandó reproducir en la única bandeja que tenía el aparato. Arrancó con un clásico de Creedence, y dos temas después ya estaba sonando “La Renga”. Se ve que era uno de esos popurris que se compran en el tren o en alguna feria.

Las canciones acompañaban la intensa charla de amigos, acerca de lo sucedido en el pie, de cómo va el laburo, y de cómo la pasan en el encierro. Tan intenso era el diálogo que les provocó sequía en la garganta, y ya no era suficiente la música. Había que acompañar la ocasión con un brebaje. Un clásico brebaje de obra: vino con coca. El vino lo aportó el visitante. Dos tetras envueltos en una bolsa negra, saliendo del bolso gris tipo botinero. Pero faltaba la gaseosa. Y allí el motivo por el cual el fracturado vecino decidió encarar, hacia el almacén, a paso firme y en línea recta ayudado por las muletas. Sin hacer caso al amigo que se ofreció para hacer el mandado. A pocos metros de haber avanzado en tan liberador y complaciente viaje, unas destellantes luces azules se plasmaron intermitentes en su rostro y su blanca bota. El móvil de la patrulla municipal se interpuso en su camino logrando que el almacén se vuelva un espejismo, un quimérico oasis para el sediento caminante.

Los policías, lejos de emitir un “Ven conmigo si quieres vivir”, bajaron del móvil acomodando más las panzas que el pantalón y le pidieron al rengo amigo, cual “Terminators buenos”, que se quedara en su casa. Pero ese no era el objetivo de nuestro amigo, debía llegar al almacén y obtener el líquido que enalteciera la celebración, esos vinos no podían morir solos. Campanas tercas sonaban a lo lejos de un lado y del otro.

-¡Quédese en su casa!
-¡Voy al almacén!
-¡No puede salir!
-¡Voy un flash, a una cuadra!

Ese ida y vuelta, ese intercambio se volvía intenso, áspero. Parecía que allí se ponía en juego el deber, la moral, la vida, la muerte. Hasta que de repente me vuelvo testigo del más solemne acto de sinceridad que presencié hasta hoy. El enyesado soltó las muletas, y manteniendo el equilibrio como Daniel San en “Karate Kid” gritó:

-¡No tengo para cortar el vino oficial! ¡Déjeme ir a comprar una Manaos”.

Cesar Bellatti

jueves, 21 de mayo de 2020

Diario de un Taller 3

Uno de los sábados un mirada errante no pudo conectarse, en realidad dos, mejor dicho tres. Uno no sabemos por qué, el otro porque labura de noche y el otro porque no pudo, porque pasó un día de mierda, según dijo después en el grupo wasap. Uno de sus textos, unas semanas atrás, había sido bastante oscuro, y generó silencio, una cierta preocupación. Acostumbramos aplaudir cada fin de lectura, aunque en este caso el aplauso pareció algo automático, desfasado, aunque compañero. Algo había pasado, y algunas preguntas aparecieron(me). En qué punto la escritura de una situación límite separa al escriba del texto, a la literatura de la vida, en qué momento intervenir más allá de recomendaciones o comentarios literarios. Aunque fue una constante del taller que el contexto de cada quien, y cada quien como un texto que se iba escribiendo, en estas inéditas condiciones, se entreveraran, en la repetición de cierto tópico, de cierta expresión de la dificultad de cómo la estábamos llevando, se había expresado quizás un límite. Una alerta. Y decidimos cambiar la consigna de escritura. Salir un poco del encierro y empezar a narrar el afuera, por caso, los vecinos. Los textos que de allí surgieron ya tenían otro tono, otro talante. Expresaban cuerpos en movimiento. Incluso se animaban al humor, en descripciones más o menos grotescas.

(...)

Comenzamos también a invitar gente querida al taller. Docentes de la UNPAZ que se entusiasmaron (y nos entusiasmaron a todxs) con un intercambio remoto, incluso de las formas universitarias del vínculo. Nos visitaron Andrés Racket y María Iribarren. Andrés nos habló de sueños, de la escritura de/como sueños y del sueño como escritura, donde el absurdo y la puesta en suspensión del sentido es un sustrato imaginal clave. María, por su parte, se remitió críticamente a la idea de "normalidad", sea vieja o "nueva", para imaginar/desear nuevas formas de existencia colectiva, para las que la escritura, el pensamiento, la fabulación, resultan fundamento.

(...)

De tal modo, del adentro ensimismado, que de entrada resultó una posibilidad pero mostró sus límites, a la necesidad de empezar a imaginar, a tomar señales, huellas de una afuera, desplegarlas, expandirlas. Incluso, sobre todos, junto a otrxs. En lo que resultó un re encenderse de la máquina narrativa. Y si lo primero resulto un repliegue, en muchos casos necesario (encerrase en el texto, en la pieza, como modo de encontrar un espacio íntimo en situaciones que no eran posibles, junto a otrxs, queridxs pero de quien se requiera algun tipo de distancia, construir mediaciones al continuum que genera el encierro), lo segundo fue un despliegue, también necesario, para imaginar no solo las tramas vinculares detenidas por el aislamiento, sino como horizonte mismo de imaginación. 

SR

miércoles, 29 de abril de 2020

Querida Flor

En este momento mi casa huele a naranjas, a dulce de naranjas, a gajos azucarados flotando en

almíbar. El olor de los dulces de frutas me lleva a mi infancia. Esos dulces que veía hacer a mi

abuela y a mi mamá, en esas ollas tiznadas por la leña. Los caramelos de azúcar quemada en esos

otoños fríos donde el viento entraba a esa casilla de madera, con techos blandos de chapa de cartón,

que cuando afuera dejaba de llover adentro seguía goteando. Eran tiempos de muchos libros de

cuentos porque tele no había. Juegos de cartas, rondas en la vereda y la canchita de enfrente de casa

que era ideal para jugar al cartero, a la mancha, y hacer el muñeco para la fogata de la noche de San

Juan. Cuando todos colaborábamos con alguna ropa vieja y una vez hasta zapatos le pusimos.

Corríamos alrededor del fuego y nada nos daba miedo. Aquí en el barrio las calles eran de tierra y siempre tenía las zapatillas embarradas. “Estás con tierra hasta la cabeza”, me decía mi vieja y después me mandaba a bañar. Las únicas veces que no la hacía renegar era cuando venía un parque de diversiones, que lo armaban en otro baldío a dos cuadras. Ahí sí que me iba volando a bañar para esa salida que sólo se daba una vez al año. La mejor ropa y las recomendaciones para que no me vuelva a subir a la silla voladora como el año pasado que volví descompuesta. Elegir con quien iba a subir a los botes, porque la última vez había subido con mi hermana y no nos dieron las fuerzas para moverlo ni un poquito. Algunos parques tenían kermese, eso me gustaba porque atraía también la atención de mi mamá que se esforzaba para pegarle con una pelotita a las latas y ganarse un juego de vasos. Así eran siempre los parques que venían al barrio. Pero hubo uno que después de tantos años venía a mis recuerdos como una película, que hasta no hace mucho tiempo pensé si no era parte de mis historias inventadas, como cuando les hice creer a mis dos hermanas menores que eran

extraterrestres. Ése parque traía otro espectáculo, por aquellos días solo se hablaba de ese show, del "Hombre que iban a enterrar vivo". No había otro tema de conversación en el almacén, en el quiosco y con cada vecino que te cruzaras. Ya oscurecía cuando salimos de casa ansiosos con mis hermanos y yo no soltaba la mano de mi mamá, me daba mucha angustia, me daba miedo ese Hombre. Pude ver finalmente el cajón como de chapa con una ventanita de vidrio y creo que tenía unos caños por los que lo iban a alimentar, eso no lo recuerdo bien. Después que lo enterraron nos tuvimos que volver a casa. Al otro día lo iban a desenterrar, rogaba que sea una mentira y después que todos nos fuimos lo sacaran y que el Hombre esté bien. No sé por qué no fuimos al otro día. El parque se fue y mis recuerdos quedaron ahí, medio borrosos, con un poco de angustia pensando en la suerte de ese Hombre enterrado. Y los años pasaron y un día contando historias en la Universidad vos contaste, querida Flor, la historia de tu papá. ¡Qué alegría me dio al escucharte! En un segundo me vinieron esos recuerdos y mi angustia desapareció al saber que ese Hombre es tu padre y lo cuidás con tanto amor. Tu papá trajo al barrio ese show, una vivencia única para esos chicos que con zapatillas con barro no conocían de cines ni de teatros. Cuántos como yo lo recordarán y quizás hasta también piensen si no fue un sueño o una historia que con el tiempo cambia de forma.


Patricia Del Pilar Carrizo

lunes, 27 de abril de 2020

Maní

No sé por donde empezar. Me tuve que tomar un descanso porque mi mano no me ayudaba a escribir bien. Bueno, mi cabeza tampoco hacía esfuerzo. Ya de por sí mi letra no es muy legible, imagínate rápido y sin ganas. Estaba haciendo un trabajo práctico. Lo tengo que entregar mañana. Sé lo que quiero poner, pero no lo quiero escribir. Me gustaría hablarlo. Exponerlo oralmente. Empezar un debate. Pero no se puede. Otro placer que me arrebata la pandemia. Estoy escribiendo esto porque es lo que quiero hacer ahora. Mas tarde no sé. Tal vez por eso no podía escribir sobre el análisis que tengo que entregar. También puede ser que no tenga ordenadas las prioridades en mi cabeza. O que simplemente me hablo a mi mismo y no tomo nota de eso. Otro de mis problemas es que me quedé sin maní. Pensé que comprando 500grs. iba a hacer que me dure más, pero duró menos. No sé que hacer. Salir a comprar maní ahora es una boludez. Tengo miedo así todo que me de un brote o algo por la abstinencia. Yo siempre digo que el maní me levanta la barbilla cuando estoy cabizbajo. Últimamente estoy teniendo esos días. Cada vez son mas recurrentes y lo peor es que me cuesta reponerme. Podría esperar a que se me acaben las lentejas y la soja para poder salir a comprar. De paso, compraría maní. Pero mi amigo Brian me regaló seis paquetes de lentejas. Y para colmo la soja es como el arroz, le tirás agua y se multiplica. Romper la cuarentena por maní es algo que vengo idealizando. Quiero ser responsable, pero también quiero masticar esa legumbre y disfrutar de su sabor salado. Me pregunto si los fumadores tendrán el mismo problema con los cigarrillos. Mirá hasta donde llegué con esa comparación. Estoy desvariando. Tengo una cuerda de la cual tirar en este momento de desesperación. Resulta que tengo el número de una señora que vende maní. Ella tiene una cerealera. Está a pocas cuadras de mi casa, siempre voy a comprar ahí. La señora es muy amable además. Con esto de la cuarentena dejó de abrir el negocio. Pero hoy me dijo que no tenía drama en venderme lo que necesitara. Todo esto sin tener que abrir el local. El nombre de la señora es Santa, y a ella me encomiendo ésta noche


Oscar Miño

Diario de un taller 4

Algo mutó, algo cambió. Pudimos salvar cierto momento de angustia narrando los alrededores, pero algo se enquistó, algo se nos metió. Podría...