sábado, 23 de mayo de 2020

El desierto

Emano suspiros, inhalo y exhalo casi bruscamente por la nariz y la boca, así son mis suspiros en estos días de cuarentena ¿Suspiros de qué? me pregunto a mi mismo. De tanto ver y pensar me respondo también. Y todo eso que veo y pienso, genera algo que trato de aliviar con suspiros, que a veces creo son el llanto manifestado en estado gaseoso.

Veo al salir de mi trabajo, a la seis de la mañana, los muchos y precarios puestos de nailon y palos, escasos de humo, brasas y masas, en los 22 kilómetros que hay de General Rodríguez a Pilar. Y pienso en sus vendedores y clientes, en cómo llevaran la cuarentena en sus casas.

Veo informes en las redes sociales de como los animales aparecen mientras los humanos nos encerramos, de como el aire se limpia mientras no estamos. Nuestro cautiverio es la libertad de otros, nuestra poca interacción con el medio ambiente mejora el aire de todos. Y pienso en como el mundo mejora con nuestra ausencia, y me pregunto ¿por qué no hicimos todo eso en nuestra presencia?

Veo a Wanda en la tapa de una revista cholula, mudarse de una mansión a otra para refugiarse y decir “El virus me enseñó que puedo vivir con menos cosas” y pienso, “Ojalá aparezca un virus que enseñe a los pobres a vivir con mas cosas”.

Veo por la ventana del departamento que alquilo, la que da al frente y me asoma al mundo cercano que antes recorría libremente. Y entre tanto ver pensar y suspirar, una escena me sacará de ese llanto sin lagrimas, me arrancará una media mueca ascendente en mi lado izquierdo del rostro.

A paso firme y en línea recta veo al vecino de enfrente emprender el camino hacia el almacén que está a dos cuadras ¿Militar o de alguna fuerza? No, anda en muletas, se quebró. Por una reciente lesión que al parecer es en el tobillo, luce una bota de yeso blanca que no supera la rodilla y encandila como la nieve en día soleado. Claro, en la situación de reposo en que se encuentra y encima en cuarentena, es lógico que ese yeso no se ensucie y nadie lo firme. No sale y nadie lo va a visitar, al menos hasta ese día.
Eran casi las seis de la tarde, cuando apareció la Zanellita fuego, mal pintada con anti oxido gris. Montada por un albañil que lucía unas Topper de lona blanca, un pantalón Jean de extraño color ¿Grisáceo, azulado? Y una gorra puesta al revés que no terminaba de aplastar unos rulos llenos de cemento, o cal. Un compañero de obra o un amigo que decidió caerle de visita al enyesado.

Dicha ocasión debía celebrarse. Y el lesionado anfitrión decidió agasajar al visitante, posando un grabador sobre un vacío balde de pintura de veinte litros. En el frente de la casa, con un alargue desde adentro y dos sillas de caño con visible goma espuma brotando por los respaldos. Sacó de una bolsa transparente un CD, y le mandó reproducir en la única bandeja que tenía el aparato. Arrancó con un clásico de Creedence, y dos temas después ya estaba sonando “La Renga”. Se ve que era uno de esos popurris que se compran en el tren o en alguna feria.

Las canciones acompañaban la intensa charla de amigos, acerca de lo sucedido en el pie, de cómo va el laburo, y de cómo la pasan en el encierro. Tan intenso era el diálogo que les provocó sequía en la garganta, y ya no era suficiente la música. Había que acompañar la ocasión con un brebaje. Un clásico brebaje de obra: vino con coca. El vino lo aportó el visitante. Dos tetras envueltos en una bolsa negra, saliendo del bolso gris tipo botinero. Pero faltaba la gaseosa. Y allí el motivo por el cual el fracturado vecino decidió encarar, hacia el almacén, a paso firme y en línea recta ayudado por las muletas. Sin hacer caso al amigo que se ofreció para hacer el mandado. A pocos metros de haber avanzado en tan liberador y complaciente viaje, unas destellantes luces azules se plasmaron intermitentes en su rostro y su blanca bota. El móvil de la patrulla municipal se interpuso en su camino logrando que el almacén se vuelva un espejismo, un quimérico oasis para el sediento caminante.

Los policías, lejos de emitir un “Ven conmigo si quieres vivir”, bajaron del móvil acomodando más las panzas que el pantalón y le pidieron al rengo amigo, cual “Terminators buenos”, que se quedara en su casa. Pero ese no era el objetivo de nuestro amigo, debía llegar al almacén y obtener el líquido que enalteciera la celebración, esos vinos no podían morir solos. Campanas tercas sonaban a lo lejos de un lado y del otro.

-¡Quédese en su casa!
-¡Voy al almacén!
-¡No puede salir!
-¡Voy un flash, a una cuadra!

Ese ida y vuelta, ese intercambio se volvía intenso, áspero. Parecía que allí se ponía en juego el deber, la moral, la vida, la muerte. Hasta que de repente me vuelvo testigo del más solemne acto de sinceridad que presencié hasta hoy. El enyesado soltó las muletas, y manteniendo el equilibrio como Daniel San en “Karate Kid” gritó:

-¡No tengo para cortar el vino oficial! ¡Déjeme ir a comprar una Manaos”.

Cesar Bellatti

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