martes, 2 de junio de 2020

Cien días

Pasaron varios días en los que decidí no escribir, ni leer, ni nada. Solo el tiempo que puedo, dormir, aunque eso me traiga discusiones con mi compañero que se enoja y me dice que es una pérdida de tiempo. Y no lo entiendo, porque se enoja por el tiempo que pierdo. Si no pretendo ganar más, y yo pienso todo lo contrario. Y defiendo mis ganas de dormir y descansar mis sueños, sin que se acerquen a esta pesadilla a la que me hicieron parte. De la que no entiendo mucho cuál seria mi parte funcional. Más que sufrirla y no elegir, la aborrezco, no solo por quitarme pasos dentro del camino infinito, que me sacan de la rutina. Cuando quiero salir de mi burbuja y ver qué pasa con la vida de los sobrevivientes. Siento que las herramientas que me dan no me defienden, porque no sé si estoy demasiado lista para pelear con todas las enfermedades que me generan estar encerrada conmigo misma. Sino ¿de qué debería defenderme? ¿Acaso no me creo responsable de poder salvarme? ¿Quién será este enemigo? Mi conciencia. Que debería funcionar de forma totalitaria y hacer fusión con la razón, armar trincheras internas que me hagan inmune a esta enfermedad, en caso que me visite el miedo y destruya todas mis defensas. Mientras pienso en que los días, sean el único remedio para salvarme, siento una ambigüedad que me irrita. Quiero salirme de esta rueda que nos hace girar. Estoy mareada. Ya no quiero creer que soy afortunada, porque de fortuna no supe nunca. Tampoco privilegiada porque no tengo ventajas si me alcanza la muerte. Decido dormir el tiempo que pueda y no abrirle la puerta al miedo y que se instale como un huésped que no es bienvenido. Y me moleste toda su estadía, a su ordenanza, amenazados de que la libertad de ser cuerpos vivientes, sociables y empáticos será letal. Y no podría salvarnos ni siquiera el amor porque ni en agonía podríamos abrirle la puerta y abrazarlo.

Pero lo que me puso más triste es darme cuenta que todo eso que escribo y pienso todo el tiempo, es todo lo contrario de lo que hago. El miedo entró de a poco en mi. Dejé de ir a ver a mi madre, porque transportarse hasta su casa implica viajar en transporte público. Y como según las estadísticas soy casi pobre, lo único que manejo es la tarjeta SUBE cuando la sacó del bolsillo para viajar. Quizás eso fue lo que empezó a ponerme así, en este estado de soledad interna, con la que peleo aunque sea haciéndole frente con pensamientos rebeldes y sueños más largos. Dejé de hacer pan casero todos los días y cantar canciones fuerte. Limpio dos veces a la semana, como si sienta que así el virus no se anime entrar a casa. Le tiro al compost todo los días y lleno mis botellas de plástico. Como si con todo eso estaría a salvo, entre la guerra de los que creen y los que no, decido ser de las creen. Pero de las que creen en su conciencia, en descansar la mente de tanta mala palabra, de cerrar los ojos y no ver a los míseros desclasados que deciden siempre avanzar sin mirar a los costados. Golpear ollas en vez de llenarlas, quejarse de los que hacen y no hacer nada. Decido ser de las que creen que hoy el tiempo es conmigo, a mi ritmo. Decisiones y creencias. Cuidarme para cuidar a quien me dio la vida sin saber que hoy yo podría salvarla. Que mi cansancio maternal sea la fortaleza que me falta para sobrevivir un día mas. Inventando juegos con cualquier cosa para entretener a Lisandro y quedarme más horas sentada hablando con Mariano, sin preocuparme si hace la tarea, pero sí como se siente con la incertidumbre y el adolecer. Atender videollamadas de mi familia y vernos un rato. Hablar horas por mensajes, con caracteres interminables, con amigos en redes sociales. Salvarme los sábados escuchando otras historias de compañeros que resisten conmigo, sosteniéndonos con salidas imaginarias, de puertas que abrimos un ratito para ver realidades diferentes a la que tiene cada uno. Y así sostener la cordura y distraer un poco a la incertidumbre, que muchas veces parece que crece más que las estadísticas de pobreza, que ensanchan la brecha de la muerte. Elijo creer en el tiempo, en el que cada uno elija, desde la conciencia hacia la salvación o hacia la misma muerte, desde el privilegio o la desdicha, quién sabe.
Analía Delgado

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