En este momento mi casa huele a naranjas, a dulce de naranjas, a gajos azucarados flotando en
almíbar. El olor de los dulces de frutas me lleva a mi infancia. Esos dulces que veía hacer a mi
abuela y a mi mamá, en esas ollas tiznadas por la leña. Los caramelos de azúcar quemada en esos
otoños fríos donde el viento entraba a esa casilla de madera, con techos blandos de chapa de cartón,
que cuando afuera dejaba de llover adentro seguía goteando. Eran tiempos de muchos libros de
cuentos porque tele no había. Juegos de cartas, rondas en la vereda y la canchita de enfrente de casa
que era ideal para jugar al cartero, a la mancha, y hacer el muñeco para la fogata de la noche de San
Juan. Cuando todos colaborábamos con alguna ropa vieja y una vez hasta zapatos le pusimos.
Corríamos alrededor del fuego y nada nos daba miedo. Aquí en el barrio las calles eran de tierra y siempre tenía las zapatillas embarradas. “Estás con tierra hasta la cabeza”, me decía mi vieja y después me mandaba a bañar. Las únicas veces que no la hacía renegar era cuando venía un parque de diversiones, que lo armaban en otro baldío a dos cuadras. Ahí sí que me iba volando a bañar para esa salida que sólo se daba una vez al año. La mejor ropa y las recomendaciones para que no me vuelva a subir a la silla voladora como el año pasado que volví descompuesta. Elegir con quien iba a subir a los botes, porque la última vez había subido con mi hermana y no nos dieron las fuerzas para moverlo ni un poquito. Algunos parques tenían kermese, eso me gustaba porque atraía también la atención de mi mamá que se esforzaba para pegarle con una pelotita a las latas y ganarse un juego de vasos. Así eran siempre los parques que venían al barrio. Pero hubo uno que después de tantos años venía a mis recuerdos como una película, que hasta no hace mucho tiempo pensé si no era parte de mis historias inventadas, como cuando les hice creer a mis dos hermanas menores que eran
extraterrestres. Ése parque traía otro espectáculo, por aquellos días solo se hablaba de ese show, del "Hombre que iban a enterrar vivo". No había otro tema de conversación en el almacén, en el quiosco y con cada vecino que te cruzaras. Ya oscurecía cuando salimos de casa ansiosos con mis hermanos y yo no soltaba la mano de mi mamá, me daba mucha angustia, me daba miedo ese Hombre. Pude ver finalmente el cajón como de chapa con una ventanita de vidrio y creo que tenía unos caños por los que lo iban a alimentar, eso no lo recuerdo bien. Después que lo enterraron nos tuvimos que volver a casa. Al otro día lo iban a desenterrar, rogaba que sea una mentira y después que todos nos fuimos lo sacaran y que el Hombre esté bien. No sé por qué no fuimos al otro día. El parque se fue y mis recuerdos quedaron ahí, medio borrosos, con un poco de angustia pensando en la suerte de ese Hombre enterrado. Y los años pasaron y un día contando historias en la Universidad vos contaste, querida Flor, la historia de tu papá. ¡Qué alegría me dio al escucharte! En un segundo me vinieron esos recuerdos y mi angustia desapareció al saber que ese Hombre es tu padre y lo cuidás con tanto amor. Tu papá trajo al barrio ese show, una vivencia única para esos chicos que con zapatillas con barro no conocían de cines ni de teatros. Cuántos como yo lo recordarán y quizás hasta también piensen si no fue un sueño o una historia que con el tiempo cambia de forma.
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