Me siento a preparar la tarea. Tacho de la lista dos de las ciento una consignas que debo realizar. Me paro, abro la ventana, el aire está cálido, pero pesado a la vez; me vuelvo a sentar. Vacilo entre las lecturas que me corresponde hacer. Rebota mi cabeza en estas pequeñas paredes triangulares donde se ubica mi escritorio.
De repente, comienzo a llorar. Me lleno de miedo, pienso en mi padre. Ese viejo simpático y testarudo de 70 años, diabético, insulino requiriente, hipertenso, y como si eso fuera poco, fumador desde hace 50 años. Reúne todas las condiciones para ser factor de riesgo.
Respiro hondo, escucho vibrar mi celular, lo agarro. Un mensaje de whatsapp de “Alancito <3”: -”amor estoy en planta, llegué bien; 35.5°de temperatura hoy”-. Me imagino esa secuencia; salir de casa, con el miedo de transformarte en uno más de los quinientos; llegar a la planta, pasar por los molinetes donde como mínimo pasaron mil personas más; someterte a control de temperatura, entrar a la oficina, hacer tu trabajo, y después de doce horas, repetir lo mismo pero a la inversa. Llegando a casa, con el temor de no solo contagiarte vos, si no contagiar a los tuyos. Y así todos los días, porque si bien tu trabajo está buenísimo; en este momento, trabajar para un multinacional de alimentos, lo transforma en primera necesidad. Y encima no podés estar en cuarentena, porque ya estás cubriendo a dos de tus compañeros, uno asmático, y el otro diabético.
Vuelvo a poner mis ojos en el teléfono, le respondo que “me alegro mucho, que se quede tranquilo, que nuestras hijas perrunas y yo, lo vamos a estar esperando al terminar su guardia, como todos los días, que le agradezco por seguir arriesgándose”.
Al pasar varios minutos, me doy cuenta que no hice nada, que mis libros están ahí, que ni siquiera los abrí; estaba ocupada mirando la nada. Una nada que encontraba familiar hace algunos días.
Intento romper este estado fumando un tabaco, pensando en si ésta situación durará mucho tiempo, sufriendo, anhelando no perder más de lo que perdí estos días; como aquella tía materna con la cual me crié, a la cual no pude visitar en sus últimos momentos de vida por estar en cuarentena preventiva, para cuidar a mi papá; cuarentena que así todo rompí para abrazar a mis primos, la madrugada del viernes, cuando no había nada más que hacer, cuando su enfermedad la terminó de consumir, llevándose no solo un pedacito de mi vida, si no también un pedacito de la historia de mi mamá.
Por un momento me enojo conmigo, me reprocho por llorar; pero cómo no hacerlo Si nadie nos preparó para esto. Está bien tener miedo, está bien estar angustiado; como también está bien estar más fuerte que nunca, más esperanzados de que esto va a pasar, de que solo es una pesadilla que va a pasar.
Apago mi cigarrillo, recorro los metros de mi cuarto hasta el living, donde veo la calvicie de ese viejo de 70 años, me acerco y le digo: -”viejo, te quiero”-, con la voz entrecortada, tratando de que él no la note. Creo que no me escuchó, pero aún así, me mira, llevándose una mano a la frente, y me dice: -”viste, parece que van a cerrar todo, vamos a estar acuartelados”-
-En cuarentena- le respondo, me causan ternura sus términos.
-Sí, eso, parece que no vamos a poder salir para ningún lado- se rasca la frente, a ésta altura no sé si le pica o siente miedo.
Abro la heladera, tomo una botella de agua, cierro la puerta me encamino de nuevo a la habitación. Se acercaban tiempos difíciles, pero ninguno de los dos lo sabía.
Flor Baez
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